Un aspecto importante a considerar es el carácter de universalidad que tiene hoy el clamor histórico de los pueblos, lo que lleva a considerar a la Iglesia que es sacramento universal de salvación como sacramento de liberación. Y es que este llamado de las Naciones oprimidas, excluidas, abandonadas a su miseria humana es el gran signo de los tiempos. Debe entonces la Iglesia dar lugar a respuesta salvífica y liberadora a este clamor universal, lo que representará en primer lugar, la conversión permanente a la verdad y a la vida del Jesús histórico y, en segundo lugar, el aporte histórico de salvación a una sociedad, que de apartarse del camino de Jesús quedará excluida de la salvación.
Plantea Ellacuría, que la liberación no debe limitarse exclusivamente a lo social o político, “la liberación debe abarcar todo aquello que está oprimido por el pecado y por las raíces del pecado, debe abarcar tanto las estructuras injustas como las personas hacedoras de injusticia, tanto lo interior de las personas como lo realizado por ellas. Su meta es aquella libertad plena, en la que sea posible y factible la plena y correcta relación de los hombres entre sí y de los hombres con Dios. Su camino no puede ser otro que el seguido por Jesús”1
Ahora bien, la Iglesia debe participar activamente en este proceso de liberación, pero dada su exagerada institucionalización de la Iglesia, son muchos obstáculos a venecer. Surge entonces la figura de las llamadas comunidades de base que no son mas que pequeños grupos reunidos libremente para vivir su fe y emprender acciones consecuentes, opuestas en muchos casos a las viejas estructuras institucionales, que deben darse, pero a las que no compete ser las iniciadoras de cualquier actividad eclesial.
La teología de la liberación da una respuesta audaz, partiendo del hecho que la base evangélica del Reino de Dios son los pobres y serán estos quienes, organizados comunitariamente eviten que la Iglesia avance por caminos demasiado institucionalizados o mundanos. Así la Iglesia, dedicándose a la salvación de los pobres, podrá reafirmar su condición y a la vez desarrollar cristianamente su misión de salvación universal, convirtiéndose en la Iglesia de los Pobres.
Esta concepción de la Iglesia como Iglesia de los pobres tiene grandes consecuencias prácticas para el desarrollo y la practica eclesial. Primero, la fe debe significar algo real para el excluido, debe adquirir significación personal y social, en este momento y en este lugar. Por ello la fe cristiana debe convertirse en lo que es: un principio liberador, y dejar a un lado viejas concepciones. Un principio que abarque todo, desde la acción individual hasta la acción colectiva, pasando por supuesto por la intervención de las estructuras existentes, que oprimen al hombre y lo excluyen de las bondades de Dios.
Esto sin duda, colocara a la Iglesia de los pobres, en una situación complicada, donde las estructuras de opresión, perseguirán y querrán someter el mensaje evangélico a sus particulares necesidades, tal como se ha visto en las ultimas décadas en América Latina, haciendo uso de todos los medios posibles.
Especial cuidado se debe tener para que esta Iglesia de los pobres, no se convierta en elitesca, ya no de las clases dominantes, sino de elites surgidas en el mismo pueblo, pues de ser así, el mensaje dejaría de ser efectivo. De la misma manera, debe procurar en todo momento, respetar la realidad popular y la realidad eclesial, para no caer en las “prisas revolucionarias y los escatologismos desesperados”, modelos terribles para el hombre de fe.
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